sábado, 8 de noviembre de 2008

El Innombrable

Lo veía cada mañana, lo recuerdo perfectamente desde que la memoria se convirtió en un instrumento de mi juzgamiento perspectivo.

Hacía meses el ocaso había ocluido mi visión una vez más. Mis días ocurrían en una monotonía sin igual, igual que igual a un día más, corriente, basado en el ayer, pensando en el mañana sin vivir mi hoy. Estaba acostumbrado.

Se lo conocía por su aspecto de niño seguro y satisfecho, de carencias poco probables y semblante firme, al igual que sus pasos severos contra la madre tierra. Un sujeto extraño, oscuro, difícil.

Me levanto de mi lecho y observo los ojos esos, ojos espejados y opacos de reflejo en mi baño, apoyado con los codos sobre el vidrio que sirve cual instrumento de muestra objetiva al admirador celoso de esa vida que ya no lleva. La visión fantasma de un hombre arruinado, sin otro cometido que despertar, sobrevivir el día, para luego retornar a dormir nuevamente y de este modo iniciar un nuevo ciclo rutinario desgastante para esa alma que silenciosamente pena por su viveza robada.

Vivió siempre en el mismo sitio, pero nadie parecía conocerlo. Jamás pude entablar otra que un escueto diálogo poco aparente con aquel niño innombrable que nadie ha nombrado y nadie recordará lo suficiente para traerlo de su figura aparente sombría. Ya nadie lo recuerda pues nadie lo ha visto; no se recuerda a quien no se conoce, y es innombrable lo que no lleva significante para un significado que nadie aprehende.

Los objetos en mi sala eran objetos de mi prisión insomne, la que durante el día escapaba con calma durante el amanecer, siempre hasta la próxima alba. Las sombras esquineras se transformaban en vida, y la vida vívida adornaba cada objeto, pero siquiera tal hecho podía hacerme olvidar los recuerdos plasmados en cada material y toda materia que se encontrara adornando mi vida: cada objeto caía por convertirse en testigo cruel de mis padecimientos. Muevo la vista a mi espejo otra vez, y me pinto mi sonrisa para enfrentar como ayer y mañana mi largo día, y a paso firme me retiro.
Camino pero camino por mis recuerdos, pensando a cada paso mis tormentos. Mis recuerdos son piezas de un rompecabezas que a cada pisada se desarma tristemente, lentamente. Te recuerdo, recuerdo tu sonrisa en mi semblante, mi sonrisa en tus labios, y tus cartas de poesía. Te recuerdo vivamente muerta sobre mis brazos en un abrazo lento de despedida. Una caricia tierna sobre un rostro de porcelana fría, la mía, con tus tiernas manitas abrazando la espalda de un esqueleto con movimiento. Estábamos vivos pero estamos muertos, por ello quien muere eres tu en mis lamentos.
Jamás lo pude ver, sólo quizás lo pude percibir. Fui privilegiado dicen, quien sabrá sobre él.
Camino y camino pero no quiero arribar a ningún sitio, ya no me sigas, pues no es bueno seguir a quien está perdido, ni amar a quien te ha herido. Mi cielo se nubla a paso lento, como mi paso sobre nubes vacías, pues miro mi sombra y jamás la encuentro. Fuiste todo pero no eres nadie, te he amado pero en mi ahora eres un mar de odio y no te soporto. O quizás no me soporte yo, que no encuentro mi propia sombra. Así es que freno en medio del sendero, miro mis manos, miro el sol ocultarse, miro la negrura que comienza envolverme. Miro la gente pero ya no me miran, y recuerdo crudamente que jamás lo han hecho. Quizás exista y por ello observo mis pies, y buscar el origen de mi sombra perdida. Pero no hallo sombra, dando vueltas sobre mí, buscando la sombra de mi mano sobre mi pecho o sobre mis pies. Tal vez sea yo quien no comprendo, y con este pensamiento miro un muchacho caminando hacia mi. Me tumbo de lado hacia el, cambiando el sitio de uno de mis pies. Se acerca a paso rápido mirando el horizonte, no camina como yo. Y así en uno de mis movimientos mas fugaces me sobrepongo a el, y siento la reacción de la acción de su hombro sobre mi. Miro mi hombro y veo que algo no está bien, mi hombro se ha rajado. Muevo mis dedos pero estos se quiebran en cientos de rayas que desprenden polvo vidrioso de entre las quebraduras. Pavoroso observo mi hombro tras las vestiduras, y hallo un magno quiebre.
Vuelvo a mirar mis pies, a buscar mi sombra proyectada en nadie ni nada. Miro para adentro pero no veo nada. Vuelvo a concentrarme en mi hombro pero me han golpeado mi mano derecha al pasar, y ese objeto volador que me llama la atención es mi dedo meñíque, que se ha desprendido en ese movimiento accidental del ambulante pasajero. Sin intención más que la curiosidad reactiva de mi sorpresa, con un terror sin igual, intento tocar mi meñique cortado con mi mano opuesta, pero al traspasarla por la luz del sol oscurecido veo un prisma que nubla mi vista… y comprendo con terror que soy de cristal. Despavorido huyo de la gente al tiempo que aun continúan los trocitos minúsculos desprendidos de mi ser, mientras las personas no me ven y los pisan a paso firme convirtiéndolos en arenilla uniforme entre el cruel y duro cemento. Temo que me golpeen, temo caerme, temo que no me vean y tengo terror a perderme. Miro nuevamente para mis adentros pero sólo hallo una pequeña nube dispersa cuasi humo de nicotina barata. Veo nada, veo un prisma en lugar de sombra, y veo un hombre que camina sin verme, viendo yo como caigo en golpe accidental seco, y los millones de pedazos en que me siento.